Guía para ser un pendejo: ser bélico, tumbado o alucín
Porque querer no es poder
O por qué todos los alucines, bélicos, buchones y tumbados son unos pendejos
“Querer es poder”“Tienes que visualizarlo”“Haz lo que amas y todo saldrá bien solo”“El pobre es pobre porque quiere”“Solo hay que echarle más ganas”
Frases como estas no son simples clichés de motivación vacía. Son vestigios. Restos del pensamiento mágico que sobreviven disfrazados de sabiduría práctica en una sociedad que ya debería haber superado ese estadio primitivo. Son el eco de una lógica precientífica: la creencia de que el mundo se mueve en función de los deseos, la voluntad o la energía de los sujetos. Como si la realidad fuera una mascota bien entrenada que obedece con tal de que uno le grite suficiente desde Instagram.
La humanidad ha tenido momentos brillantes. Uno de ellos fue el paso del mito al logos: cuando dejamos de atribuir el sol a un dios y empezamos a preguntarnos si había algo más allá del relato. Esa transición marcó el nacimiento de la filosofía. Se suele decir que nació del hambre: del hambre de entender, de cuestionar, de ir más allá. Y su nombre lo dice todo: “filo” (amor) + “sofía” (conocimiento).
Cuando uno se entera de que la filosofía nació en Grecia, en Atenas, y que Platón tuvo su propia academia, es fácil imaginar la postal hollywoodense: un grupo de hombres en túnicas (sí, hombres: la filosofía estaba vetada para las mujeres), preguntándose en voz alta “¿qué es el tiempo?”, “¿cuál es el sentido de la vida?”, “¿por qué estamos aquí?”. La típica imagen idealizada de una Atenas de bronce donde la gente solo filosofaba porque no había Netflix.
Gran error.
Para cuando se fundó la Academia de Platón ya habían pasado varias décadas desde los primeros filósofos. El primero del que se tiene registro, Tales de Mileto, ni siquiera hablaba de justicia o virtud. Hacía preguntas sobre el mundo físico: ¿de qué está hecho todo? ¿por qué ocurre lo que ocurre? Su gran ruptura fue pasar del mito al logos, es decir, del pensamiento mágico al pensamiento crítico.
Tales se preguntó si realmente el sol salía porque algún dios respondía a nuestras súplicas, o si había una explicación natural, lógica, que no dependiera de nuestros rituales ni nuestras creencias. Fue el primer paso documentado hacia un pensamiento que no se arrodilla ante lo invisible, sino que examina a fondo lo visible.
Ese tipo de pensamiento es el que está ausente —de forma dolorosa— en el discurso de los que llamaré, por practicidad, los cabeza de martillo. Gente que sigue creyendo que la realidad se pliega ante sus deseos. Que si uno “quiere suficiente”, “le echa ganas” y “visualiza” con fuerza, todo lo que imagina será suyo. Es un tipo de pensamiento tan básico como el funcionamiento de un martillo: un solo propósito, una sola dirección, ningún matiz.
Pero volvamos un poco atrás antes de aplicar el golpe.
Los filósofos presocráticos hacían filosofía hacia el mundo. Sus preguntas eran ontológicas, cosmológicas, materiales: ¿Qué es el cambio? ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es la sustancia de la que está hecho todo? Fue Sócrates quien invirtió el espejo y comenzó a mirar hacia dentro del ser humano: ¿Qué es la justicia? ¿Qué es la virtud? ¿Qué es el bien?
Esa diferencia es clave. Durante siglos, antes de que Platón abriera su academia, ya se habían hecho muchas de las preguntas que la cultura popular suele atribuir a él. Y sin embargo, cuando uno se asoma a lo que realmente se enseñaba en la Academia de Platón… no eran esas preguntas las protagonistas.
Era matemáticas.
La academia, las matemáticas y el error de los cabeza de martillo
Sí, matemáticas. Y una vez dicho, tiene todo el sentido del mundo: si la filosofía es amor al conocimiento, las matemáticas eran, en ese tiempo, la expresión más pura del conocimiento verificable. No existía aún la biología, ni la química, ni la ingeniería tal como hoy las conocemos. Lo que existía era el intento de razonar sobre el mundo de forma ordenada, con reglas, proporciones, relaciones.
Las matemáticas no eran un curso más: eran la base. Porque entrenaban el pensamiento abstracto, el orden, la lógica. Incluso se decía que en la puerta de la Academia había un cartel que decía: “Que no entre aquí quien no sepa geometría.”
Y esto es importante porque cuando uno entiende el peso que se le daba al orden lógico del pensamiento, la crítica a los cabeza de martillo se vuelve inevitable. Porque ellos, en su discurso, no solo ignoran 2500 años de filosofía; los traicionan. Retroceden. Piensan como si todo lo que sabemos hoy no existiera. Su pensamiento mágico no es ancestral, es perezoso.
¿Queremos saber qué hace a alguien filósofo? Un solo criterio basta: pasar del mito al logos. Cuestionar. Poner en duda si lo que creemos es cierto solo porque alguien lo dijo con suficiente seguridad o con suficientes seguidores. Tales no necesitó quemar iglesias ni derrocar imperios: solo necesitó preguntarse si el sol se movía por algo distinto a la voluntad divina.
Eso, ese pequeño gesto, lo convirtió en filósofo.
Y sin embargo, dos milenios y medio después, seguimos escuchando cosas como “el universo conspira a tu favor” o “si lo deseas con el alma, el éxito llega”. Seguimos creyendo que basta querer para poder. Y no solo lo creemos: lo vendemos, lo reproducimos, lo defendemos como si fuera una verdad revelada.
¿Dónde quedó el ser humano que comprendió que el mundo es independiente de sus deseos? Que las leyes naturales no se detienen por tus emociones. Que si hoy te avientas de un puente, no vas a flotar solo porque “confías en ti mismo”.
Aquí es donde aparece un pilar de la filosofía que a muchos les molesta: el materialismo. La idea de que lo real no depende de lo que piensas. Que tu mente, tu conciencia, tus emociones, son consecuencia —no causa— del mundo que te rodea. Que si hoy estás de malas, no es porque elegiste estarlo, sino porque dormiste mal, comiste poco, tienes estrés, y todo eso afecta tu sistema nervioso.
Como dijo Heráclito:
“Nadie se baña dos veces en el mismo río porque no es el mismo río ni es el mismo hombre.”
Una frase que parece poética, pero es profundamente materialista. Cada instante que vives altera tu cuerpo, tu química, tu memoria, tu estado anímico. Cada experiencia cambia quién eres, incluso sin que te des cuenta. No eres quien eras ayer, ni quien serás mañana.
Pensar, entonces, que uno puede mantenerse “igual” ante contextos cambiantes —como cuando alguien dice “yo por más dinero que gane siempre seré humilde”— es no haber entendido ni lo más básico de cómo funciona la conciencia. Cambia tu contexto, y cambia tu pensamiento. Así de simple. Así de inevitable.
Pero claro, eso implicaría aceptar que no tenemos tanto control como nos gusta creer. Y aceptar eso duele. Porque si querer no es poder, entonces... ¿qué nos queda?
La voluntad no flota, la voluntad se arrastra con las condiciones
Lo que nos queda, precisamente, es lo que nunca se quiso ver: las condiciones materiales.
Tu casa, tu comida, tu tiempo de descanso, tus vínculos, tu salud, tu ubicación geográfica, tu acceso a información, tu clima emocional, tu estructura familiar, tu lenguaje, tu historia. Todo eso moldea tu conciencia. No puedes pensar fuera de lo que has vivido. No hay idea que surja espontáneamente en el vacío, y menos una tan estructurante como “el éxito depende de ti”.
Lo que puedes pensar, lo que deseas, incluso lo que consideras moralmente correcto, está mediado por el entorno. Y si no me crees, basta mirar alrededor.
En unas culturas, el amor más puro se expresa a través de la monogamia; en otras, mediante el poliamor. En algunas, el respeto a la familia es incuestionable; en otras, cortar lazos con tus padres tóxicos es un acto liberador. Y en todas, los discursos dominantes tienden a justificar el sistema en el que viven. ¿Por qué? Porque las ideas también están sujetas a la ley de la inercia: nadie se pone a pensar cómo cambiar lo que ya le beneficia.
Por eso los discursos meritocráticos no nacen en la pobreza, sino en los salones con aire acondicionado, donde alguien que ya tuvo todo te dice que solo falta que te esfuerces más. Porque como dice la dialéctica materialista: la conciencia es producto de las condiciones materiales, y solo cuando esas condiciones entran en contradicción, algo comienza a cambiar.
Cuando hay opresión, nace la conciencia de opresión. Cuando hay hambre, nace el cuestionamiento al hambre. Por eso los grandes cambios sociales no se dieron en momentos de estabilidad, sino en momentos de crisis. La abolición de la esclavitud, el voto femenino, los movimientos obreros, las revueltas estudiantiles, no nacieron porque la gente de arriba se iluminó, sino porque la presión de las condiciones volvió insostenible su ceguera.
La conciencia no aparece por milagro. No es que un día te despiertes y digas: “Creo que el sistema es injusto”. Eso sería, otra vez, pensamiento mágico. Lo que ocurre es un proceso dialéctico: lo material produce ideas, las ideas empujan lo material, y así se avanza, se resiste, se revierte, se lucha.
Y si respondes que sí, el único motivo posible es que jamás has salido de tu burbuja. O peor: que no te conviene salir.
El mérito no existe (al menos no como te lo contaron)
La trampa del “esfuerzo individual” es una de las más efectivas del sistema. Porque a todos nos gusta creer que lo que tenemos es resultado de lo que hicimos. Que nuestro puesto, nuestro éxito, nuestra estabilidad, es merecida. Pero si rascamos un poco, la estructura se desmorona.
¿Terminaste una carrera “sin ayuda”? ¿En serio?
¿Tú mismo te amamantaste de bebé? ¿Tú te pusiste el despertador de niño para ir a la primaria? ¿Te cocinaste, te cuidaste, aprendiste a leer solito? ¿Te construiste la casa, te diseñaste los cuadernos, inventaste el idioma, fundaste la universidad?
No existe tal cosa como “sin apoyo”. Lo que existe es gente con más o menos apoyo. Más o menos privilegios. Y eso, por más que duela a quien quiere sentirse único, especial o superior, es tan evidente que solo el narcisismo puede impedir verlo.
Sí, claro que es valioso terminar una carrera, aguantar trabajos, sobrevivir a la precariedad. Pero eso no es mérito individual: es resultado de condiciones que, si bien pueden ser duras, fueron lo suficientemente tolerables como para permitir que llegaras al final. Muchos otros con el mismo deseo, con el mismo “cree en ti”, se quedaron en el camino. Y no por flojos. No por no desearlo con el alma. Sino porque el contexto no se los permitió.
Ese es el problema del pensamiento mágico: transforma las excepciones en reglas, y luego culpa a quien no pudo cumplirlas. El clásico: “Si yo pude, tú también puedes”.
No, hermano. Tú pudiste porque. Porque te tocó cierto barrio, cierto momento, cierta salud, cierto papá, cierta escuela, cierta estabilidad emocional. Y a veces, ni tú sabes cuántas cosas jugaron a tu favor.
Por eso el discurso meritocrático es doblemente cruel: primero te exige que logres lo imposible; luego te juzga por no haberlo hecho. Y lo más peligroso es que te hace a ti responsable de algo que nunca estuvo en tus manos.
Y aquí es donde todo se empieza a mezclar con algo más íntimo. Porque la idea del “sin apoyo” no solo aparece en la universidad o en el trabajo. También aparece en las relaciones humanas, en la forma en que pensamos el amor, el deseo, el afecto.
Porque, honestamente, hay dos posibilidades:
-
O esa persona sí quiere tener gestos románticos pero no puede pagarlos, y entonces se convence a sí misma de que “no le interesa”.
-
O realmente tiene todo resuelto y no desea nada más... lo cual suena casi inverosímil, porque el deseo, por definición, nace de la falta.
El deseo también obedece al contexto (aunque digas que amas “libremente”)
A veces escucho frases como: “No soy detallista porque no me nace”, dichas con total convicción, como si ser o no ser atento fuera una elección libre, aislada de todo lo demás. Pero esa idea no solo es ingenua: es profundamente injusta.
Imagina a alguien que quiere tener gestos románticos, que de verdad quiere comprar flores, llevar a su pareja a cenar, pasar por ella al trabajo y devolverla en taxi para que no se canse. Pero no puede. No porque no le importe. No porque no le nazca. Sino porque no le alcanza.
Para él, un ramo de flores de 200 pesos no es un pequeño detalle, es medio salario semanal. La cena no es un momento especial: es una amenaza a su quincena. El taxi no es cortesía: es lujo.
¿Y qué pasa entonces? Que quien está del otro lado, quien sí puede pagar eso sin pensar, empieza a pensar que su pareja no tiene detalles porque no quiere. Porque no le nace. Porque “no es así”. Pero eso no es cierto. Lo que ocurre es que no está viendo el contexto. No está viendo las condiciones materiales.
Esto no es una apología de los hombres que nunca hacen nada por sus parejas. Es un intento por que miremos más allá de lo aparente. Porque ser detallista, como todo en la vida, requiere recursos. Y cuando alguien no los tiene, no significa que no tenga voluntad. Significa que su contexto limita sus posibilidades, aunque el deseo esté ahí.
La desigualdad no solo afecta lo que puedes tener. Afecta cómo puedes amar. Afecta cómo puedes expresar ese amor. Afecta lo que los demás interpretan de ti. Por eso el amor no es libre. Por eso el deseo no es libre. Por eso nada que venga del ser humano es verdaderamente libre si no es acompañado de condiciones materiales dignas.
6. Alucín no se nace, se fabrica
Pero lo más trágico es que ese “éxito” ni siquiera es real.
7. La ilusión del éxito y la mentira compartida
Los tumbados más “exitosos” no están ni cerca de ser billonarios. La mayoría no se acerca ni remotamente al 3% de la población que de verdad controla el capital. Y aun así, caminan como si fueran parte de esa élite, hablan como si ya hubieran llegado, como si con suficiente fe o flow o corrido bélico, la riqueza llegará sola.
Spoiler: no llega.
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